El otro día me llamó mi tía (sí, la misma que me llevó a la librería de la playa) y me contó que había visto Misery y que si por casualidad yo también había tenido el placer. ¡Aún mejor! No solo la he visto (dos veces), sino que he leído el libro. Y justamente leyendo Misery viví la experiencia más terrorífica que he experimentado nunca leyendo un libro (y superando a aquella noche que estaba sola en casa leyendo El Resplandor y mi padre llegó de su viaje antes de tiempo y casi me muero del susto).
Corría el año 2011. Septiembre. Yo llevaba apenas dos meses viviendo en Amberes, en un kot. Mi habitación estaba en la quinta y última planta y teníamos un sótano en el que estaban las lavadoras, que funcionaban con fichas que le comprabas al casero por tres euros. El kot era muy bonito y colorido. Siempre estaba lleno de gente, lleno de vida. Sin embargo, cuando abrías la puerta del sótano y descendías por aquellas escaleras aún sin terminar, parecía que eras la única superviviente de un mundo destruido por un virus mortal. Aquel sótano era el escenario perfecto para vivir tu propio Resident Evil. Descendías a los infiernos por una escalera estrecha, oscura y deshecha. Llegabas al sótano, que se dividía en dos salas apenas alumbradas por una luz que se activaba por sensor de movimiento. En la primera sala estaban las calderas, crujiendo y quejándose en la oscuridad; en la segunda sala, las lavadoras, todas en fila, con sus bocas abiertas. El casero solo nos permitía lavar ropa después de las diez de la noche y teníamos la obligación moral de vaciarlas nada más terminar el programa de lavado por si alguien más las necesitaba. Al fin y al cabo, éramos veintidós personas conviviendo.
Y yo puse mi lavadora. Y bajé a buscar mi ropa a la una de la madrugada. Y estaba leyendo Misery. Y me llevé el libro al sótano.
Cuando llegué a la lavadora, vi que aún faltaban quince minutos para que terminara el programa de lavado, así que cogí un taburete, me senté delante y me puse a leer. Justo iba por LA ESCENA. Quienes ya habéis leído Misery sabéis cuál es LA ESCENA. Pues ahí estaba yo, con Annie Wilkes, un hacha y Paul Sheldon con una tabla entre los pies. Y la luz que funciona por sensor de movimiento, y yo leyendo petrificada, y de pronto… oscuridad.
Negro, traqueteo de tambor de lavadora, quejas de calderas, Annie Wilkes susurrando alguna cosa, quién sabe si ratas rozándome los tobillos, algo me acaricia la cara… Y yo, con la respiración entrecortada, empiezo a moverme para activar el sensor y descubrir lo que pasa a mi alrededor, pero el sensor está en la sala de las calderas y para llegar hasta allí quién sabe lo que tendré que sortear, quién sabe si aparecerá Pennywise arrastrándose por el suelo, o si habrá alguien encaramado al techo con la cabeza totalmente girada, mirándome a mí, que estoy allá abajo y no veo por dónde me muevo. No sé cuánto tiempo tardé en llegar a la sala de las calderas, segundos o minutos, pero cuando se hizo la luz, que era verde y débil, que proyectaba sombras que antes no estaban ahí, subí las escaleras de cuatro en cuatro, de vuelta a la vida del kot, y pedí por favor que alguien me acompañara a buscar mi ropa.
Aquella fue la última vez que bajé sola al sótano en todo el año que pasé en aquella casa.
Y aquella fue la vez que descubrí cuánto me gusta Stephen King.
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