Que levanten la mano los fans de Stranger Things. Hace apenas un año que llegó a nuestras vidas (o, al menos a la mía, no sé si andaba por ahí antes) esta serie de la que todo el mundo se enamoró superipsofacto. Fue una locura, una fiebre, un no parar de luces de navidad colgando de la pared y funkos de El (u Once, si has visto la versión en español) por doquier.
Ahora ha vuelto la segunda temporada y todo el mundo la ha devorado casi sin masticar. ¿Todo el mundo? No, claro, que no. Quienes hemos sido madres recientemente estamos aún mordiéndonos las uñas esperando a sacar un ratito para tener nuestra dosis (yo he sido madre hace muy poco, pero no he sido la única: la escritora Marta Francés también, y por partida doble, así que ya podéis pasar a felicitarla).
Pero en realidad yo no pasaba por aquí para hablar del éxito de la serie, sino para confesar algo aun a riesgo de que me queráis lanzar bolas de barro hasta que se os olvide por qué. El caso es que yo, confieso, era muy reticente a esta serie. Sí, regresa con la fórmula de grupo de amigos típica de los ochenta (rollo E.T, Los Goonies, Stand By Me y esas cosas tan molonas), pero lo cierto es que la trama no terminaba de convencerme. Encontraba alguna laguna que no me terminaba de convencer y estuve a punto de abandonarla, pero hete aquí que la cosa se iba poniendo cada vez más interesante y acabé por verla en un fin de semana. No está nada mal para no ser del todo fan, ¿no?
Pues eso, los fans más acérrimos espero que perdonéis mis recelos. Prometo expiar mis pecados viendo la segunda temporada tan pronto como mi bebé me lo permita y pasaré por aquí para contaros mis impresiones.
Leave a Reply